Desde su posición en lo alto del muro de escalada, Sara podía sentir que su pánico aumentaba a medida que sus debilitados dedos empezaban a soltarse de las manijas. ¿Me golpearé muy fuerte contra el suelo?, se preguntaba.
Wendy se sintió un poco excluida. En el receso para almorzar, su jefe había dejado chocolates en los escritorios de todos, excepto en el suyo. Desconcertada, se lamentó ante una amiga: «¿Por qué no me tuvo en cuenta?».
El gato callejero maulló lastimeramente y me detuve en seco. Acababa de pasar junto a un montón de comida que alguien había tirado al suelo. Vaya, Dios le ha dado de comer a este gato hambriento, pensé. La comida estaba escondida detrás de un pilar cercano, así que intenté atraer al pobre gato hacia ella. Se acercó confiado unos pasos, pero se detuvo y se negó a seguirme. Quería preguntarle: ¿Por qué no confías? ¡Hay mucha comida para ti!
Al principio, ignoré la tarjeta que fue ondeando hasta el suelo. El papá y la niña a quienes se les cayó estaban a unos seis metros, y yo llegaba tarde al trabajo. Seguro que se dieron cuenta, me dije. Pero siguieron caminando. Mi conciencia me ganó y fui a levantarla. Era un pase de autobús prepago. Cuando se lo di, su efusivo agradecimiento me dejó inesperadamente satisfecha. ¿Por qué me siento tan bien por hacer algo tan pequeño?, me pregunté.
Durante años, Evan luchó con una adicción que le impedía acercarse a Dios. ¿Cómo puedo ser digno de su amor?, se preguntaba. Por eso, aunque seguía asistiendo a la iglesia, sentía que un abismo infranqueable lo mantenía separado de Dios.
Irene, una empleada esforzada, siempre hacía bien su trabajo. Pero después de que la acusaran de corrupta, la dejaron cesante mientras la investigaban. Como protesta, tenía ganas de renunciar, pero le aconsejaron que esperara: «Irte sugiere que eres culpable». Entonces, se quedó, orando para que Dios hiciera justicia. Por supuesto, meses después, la absolvieron.
A Esteban le encanta la libertad y flexibilidad que le da su trabajo como chofer de alquiler privado. Entre otras cosas, puede comenzar y dejar en cualquier momento, y no tiene que rendir cuentas a nadie de su tiempo y movimientos. Pero dijo que, irónicamente, esa es la parte más difícil.
Marga esperaba ansiosa su planeado viaje a otro país, pero, como era su práctica habitual, primero oró. «Son solo unas vacaciones —dijo una amiga—, ¿por qué tienes que consultarle a Dios?». Sin embargo, Marga creía en entregarle todo a Él. Esta vez, sintió que Dios la impulsaba a cancelar el viaje. Lo hizo, y después, cuando tendría que haber estado allí, estalló una pandemia. «Siento que Dios me estaba protegiendo», señala.
Jeremías no se dio cuenta de la situación en la que estaba metiéndose cuando llegó a la universidad para su curso de tres años y pidió el dormitorio más barato que hubiera. «Era horrible —recordaba—. La habitación y su baño eran espantosos». Pero tenía poco dinero y elección. Dijo: «Lo único que podía hacer era pensar: Tengo una casa hermosa a la cual volver en tres años, así que me quedaré aquí y aprovecharé el tiempo al máximo».
Carola no podía entender por qué estaba pasando todo a la vez. Como si el trabajo no fuera suficientemente malo, su hija se fracturó el pie en la escuela y ella contrajo una grave infección. ¿Qué hice para merecer esto?, se preguntaba. Lo único que podía hacer era pedirle fuerzas a Dios.